VALÈNCIA. Nos comunicamos, luego existimos. Escribimos y leemos, lo creamos o no, ahora más que nunca. En el novísimo cibermundo, el segundo que hemos logrado habitar, los ríos son de electrones y el océano, de información. Desayunamos palabras escritas, y lo último que vemos antes de dormir, también son palabras escritas. La voz pura sin imagen lo intenta: tenemos el caso de los podcasts, eternos emergentes, y tenemos el caso de aplicaciones que parecieron revelación durante la pandemia (y que acabaron desvaneciéndose en una nube evanescente de hype). No obstante, se siguen odiando los audios de WhatsApp, tan útiles, pero sin embargo, por alguna razón, tan irritantes. Internet es un inmenso diálogo en el que decodificamos caracteres y los tecleamos con la facilidad automática con que respiramos. La cacofonía, claro, es de aúpa: decimos mucho, lo cual no quiere decir que tengamos voluntad alguna de entendernos. En un entorno en el que ni siquiera gritar es garantía de éxito, se ha vuelto tremendamente relevante el zasca, dispositivo del lenguaje en el que prima el supuesto ingenio faltón sobre el fondo.
Las ocurrencias tuiteras nacidas de la red que impuso la tiranía del mensaje ultrabreve han evolucionado incluso en un tipo muy concreto de poesía: la mala poesía, o la poesía que no es poesía en absoluto, aunque eso sería harina de otro costal, y de otro artículo. Se ha hablado mucho de ello (como de todo últimamente): internet y las redes nos han dado voz, pero nos han quitado oído. Es por ello que se agradece enormemente cuando uno encuentra en internet ejemplos de cómo pudo ser el templo de la comunicación que finalmente ha devenido en ruidoso mercado. En ese sentido, y desde un punto de vista práctico, es cierto que internet ha servido para difundir mensajes que se han intentado tapar o censurar, tan cierto como que la verdad se encuentra ahora mismo asediada por las fake news, que pueden crearse de una forma mucho más fácil y rápida gracias a las nuevas tecnologías que hemos tenido a bien crear y lanzar, sin más precaución que solicitar la creación de una cuenta sencilla (correo, contraseña y poco más) cuyo fin real es servir de cebo para pescar una futura cuenta de pago, una vez el usuario se ha acostumbrado a los indudables beneficios de dichas tecnologías asombrosas.
No podríamos asegurarlo, pero todo parece indicar —o así queremos imaginarlo— que la conversación de dos mil dieciséis que dio lugar al libro del que hoy hablamos se originó en un entorno de unos y ceros. A ello apunta el formato adicional al que se accede mediante un código QR —por cierto, otro de los hijos del progreso tecnológico que, como la realidad virtual, no encontró su lugar en su momento, y sin embargo, parece haberlo encontrado décadas después (habrá que ver qué le ocurre el metaverso)—. a/brazadas, de Elia S. Temporal y Mar Busquets-Mataix (publicado por Olé Libros) es un artefacto poético con más dimensiones de las que pueden identificarse en una primera lectura. Escrito a cuatro manos —una técnica que suele generar dificultades que hacen de las creaciones así realizadas más un experimento que una obra sólida—, el poemario resulta sorprendentemente coherente, auténtico, natural. Tanto es así que a los pocos versos comenzamos a ser arrastrados por la marea y por el vaivén del tiempo, algo que se reafirma al caer en la cuenta de que tiempo —horas, días— y referencias marinas, regresan al propio inicio, al mismo nombre de las autoras, una temporal, otra mar.
¿Coincidencia, o necesidad? La sensación nos inclina más a lo segundo, a que a/brazadas es fruto de un impulso poético y emocional que por suerte y por casualidad o causalidad ha encontrado a dos personas capaces de materializarlo. Quién ha escrito qué no resulta esencial dada la armonía de la obra. Elia y Mar, Mar y Elia, o un yo conjunto, sincrónico, abrazado en base a un sentimiento mutuo y universal: los días avanzan y nosotros nos sumergimos en ellos. Hay un canto, hay un querer ser que es poderoso y conmovedor, una declaración enérgica y apasionada. Ocurre que a fuerza de escribir hay conceptos que acaban por parecer manidos, pero eso es solo cosa nuestra, pura convención; la pasión, en el amplio sentido de la idea, debe identificarse y decirse.