VALÈNCIA. Eat the rich. Este parece ser el lema de un buen número de ficciones, tanto películas como series, empeñadas en contarnos que los ricos son un asco y que, en la lucha de clases, van ganando. Ambas cosas, efectivamente, son ciertas. A El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, Ruben Östlund, 2022) y las series Succession (Jesse Armstrong, 2019-2023) y The White Lotus (Mike White, desde 2021) las más recientes, se une ahora Saltburn, de Emerald Fennell, que está triunfando en Prime Video, tanto entre el público como en la temporada de premios o, con matices, entre la crítica. Y, desde luego, genera conversación.
Indiferente no deja, porque su voluntad es ser provocadora y epatar, para lo cual reserva unas cuantas escenas altamente grotescas y desconcertantes. Por entendernos, estaría un poco en la línea de Ruben Östlund más que en la de Succession, es decir, en el territorio del grand guignol, de la farsa y el esperpento. Un estudiante de Oxford de clase media, Oliver, se hace amigo de un joven aristócrata rico y bello, Felix, que le invita a pasar el verano en su gran mansión en el campo. Como en Retorno a Brisehead, el primero se siente fascinado por el segundo y por su forma de vida y será a través de sus ojos cómo iremos conociendo el mundo/burbuja de cristal en la que vive esa familia privilegiada, cuyos miembros hacen gala de una extravagancia solo posible para quien lo tiene todo.
La cámara focaliza claramente el punto de vista de Oliver y por eso vemos a Felix como oscuro objeto de deseo, a través de imágenes fugaces o esquivas, o paseando por su cuerpo como lo hace la mirada de Oliver. Barry Kheogan, que interpreta a este último, demuestra una vez más lo buen actor que es y consigue transmitir los muchos matices y la ambigüedad que el personaje tiene, a ratos ángel, a ratos demonio. Por su parte, Jacob Elordi luce en toda su belleza física y también expresa muy eficazmente esa especie de fastidio vital y condescendencia del privilegiado incapaz de entender cómo es el mundo para el resto de la gente.
A ratos brillante y a ratos irritante en su superficialidad, resulta mejor en su primera mitad que en la segunda, cuando se empiezan a hacer explícitas algunas cosas ocultas. La parte de Oxford, con la presentación de los dos personajes centrales, es más contenida y eso funciona a favor del film. Por el contrario, cuando nos trasladamos a la casa, la grandilocuencia y la ampulosidad invaden el relato, de forme que la deliberada artificiosidad de la puesta en escena, con sus grandes angulares y sus muchos contrapicados y planos aberrantes, acaba siendo cansina.
Y el final, como les pasa a muchas películas actuales, está sobreexplicado. Lo hemos entendido, en serio, sin necesidad de que hagas completamente explícitas las acciones, no hace falta. Es frustrante como la historia acaba echando por tierra toda la ambigüedad del personaje principal, una ambigüedad sembrada desde el principio, perfectamente expresada por el actor, hasta el punto de constituir una de sus mejores bazas. Eso sí, que esté sobreexplicado al detalle no ha impedido que proliferen la infame recua de artículos en revistas divulgativas titulados “Te explicamos el final de la película”. En fin.
La película tiene algunos momentos perturbadores, esos de los que todo el mundo está hablando, asociados todos ellos al ámbito sexual, pero, realmente, no hay subversión auténtica, solo provocación facilona. Esto no es Porcile, de Pier Paolo Pasolini, como algunos han invocado, ni una sátira antiburguesa de Luis Buñuel. Los ricos son una lacra, sí, queda muy claro, y no merecen nada, pero si tu protagonista, (ojo, espóiler), el elemento disruptor encargado de destruir a la familia aristocrática, acaba siendo un psicópata con el que, al final, no hay modo de empatizar no veo subversión por ninguna parte. Lo que parecía ser una historia sobre la lucha de clases y la desigualdad, acaba convertido en un thriller perverso con psicópata de los que hay cientos. Toda la carga política de la sátira social queda desactivada. Allí donde Porcile o Parásitos (Bong Joon-ho, 2019) revelan que el germen de la destrucción está en los propios ricos y en la estructura social y, sobre todo, que es inexorable, porque es estructural y está en su esencia, aquí basta con que los ricos tengan la suerte de no cruzarse con un psicópata. A mí me resulta desconcertante esta solución y no sé qué me quiere contar verdaderamente la película. No niego que, por el camino, Saltburn ha resultado entretenida y resultona, pero podría haber sido mucho más que eso.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto